jueves, diciembre 10, 2009

El vecino hojarasca


Regresé de viaje y la entrada de mi casa estaba cubierta por una hojarasca.

Hoy, la banqueta amaneció limpia. Alguien –seguramente la vecina del lado izquierdo- barrió las hojas que adornaban el pavimento.

Los vecinos deben pensar que soy el hombre más cochino y huevón de la cuadra, pues no acostumbro recoger las hojas que caen del árbol. Prefiero el tapiz amarillo y quebradizo que va extendiéndose como rompecabezas hacia la calle, a la triste dureza del gris de todos los días.

Si a los vecinos no les parece que yo no barra, a mí tampoco me parece que poden el ramaje de sus árboles durante el otoño.

¿En verdad es tan difícil encontrarle lo bello a un montón de hojas secas?
Pareciera que el curso natural de las últimas estaciones del año es un grave problema para algunas personas.

Golpeo un par de veces el enrejado de la vecina del lado izquierdo con una moneda de diez pesos. Quiero “agradecerle” haber barrido mi banqueta y decirle que no se moleste en hacerlo una próxima vez; pero nadie responde.

Camino rumbo al trabajo. Me envuelve el aroma de los leños ardiendo en el fuego, el vapor de las ollas con elotes hirviendo y la manteca con azúcar donde bulle la masa de los churros.

Llego a la oficina. No hay muchos clientes. Aprovecho y leo las noticias online.
Siento el Nobel de Literatura más cerca que nunca. Si a alguien que justifica las guerras le dan el de la paz, ¿por qué no darle el de literatura a alguien que escribe puras pendejadas?, como yo.

Oslo, allá voy…

Afuera, las hojas siguen cayendo. Se extienden sobre el asfalto como las piezas del rompecabezas de una vida por descifrar.