miércoles, marzo 19, 2008

El ventarrón que se robó la penumbra


No hay luz desde que me amaneció: el foquito rojo del ventilador que siempre permanece encendido aunque el aparato esté apagado me lo advirtió a eso de las nueve.

Una espesa nube de polvo sepia cubre la ciudad. El viento sopla como nunca antes lo había hecho. Y no exagero: quince horas después -cuando vuelve la energía eléctrica- la repetición de los noticieros confirma mi asombro: un par de muertos, daños materiales cuantiosos y medio millón de usuarios sin luz.

Basura de todo tipo se arremolina en cualquier punto donde poses tu mirada herida por el exceso de mugre que vuela rabiosa como enjambre de mosquitos. Ramas de todos tamaños se deslizan por el pavimento como barcos de vela. Gasolineras, restaurantes y hasta la tiendita de la esquina han cerrado.

Los ecologistas -alguna vez tomados por locos y extremistas- tenían razón: Repitieron hasta el cansancio que esto sucedería si la metrópoli seguía creciendo desordenadamente y si las pedreras y fraccionadores continuaban tragándose las montañas que nos rodean.
Lo único justiciero del día es que los más afectados por este ventarrón fueron los negocios de publicidad panorámica, quienes mandan achichincles disfrazados de empleados del municipio a talar árboles centenarios en las madrugadas para que sus anuncios sean visibles desde distintos puntos de la ciudad. Eso fue lo más cómico del día y lo que más gusto me dio -como cuando cuernan de gravedad a un torero-; ver cómo la pagaban con sus lonas desgarradas ondeando como la bandera blanca de un ejército derrotado no tuvo precio, jo jo jo.
Algunos otros -también tomados por locos- dijeron que, en semana santa, la mayoría de las industrias aprovechan para verter sus desperdicios en el aire, para que casi nadie se dé cuenta, ocasionando esta contingencia ambiental. Suena a una paranoica teoría de la conspiración, pero de los acaudalados industriales se puede esperar lo más ruin.

Todo vuelve a ser como en la época de las cavernas, pero con más peligros y más neurosis. Ahora, los depredadores son señalamientos viales de lámina que se desprenden y vuelan por el aire: como los techos de las casas de las colonias populares. Vigas tambaleantes que sostienen publicidad mal hecha y bien cobrada amenazan con colapsarse… y se colapsan; bardas derrumbadas y palmeras fracturadas que golpean transformadores de luz y rompen cables eléctricos.

Y el miedo es el mismo que en la prehistoria: “¿Qué pasará cuando llegue la noche?” Sin televisor, sin música, sin saber dónde están los cerillos y las veladoras. El miedo es mayor para quienes le han sacado la vuelta al camino que los llevará a encontrarse con sí mismos, pues saben que el silencio y la soledad de la oscuridad siempre los tienta a retomar esa vereda; por eso ruegan que los empleados de la Comisión Federal de Electricidad hagan algo pronto para tener el pretexto y seguir distrayéndose de su verdadera esencia.

Quince horas después vuelve la luz. Hay árboles yaciendo sobre el pavimento, con su follaje enredado entre cables negros, como si acabaran de suicidarse con todo y nidos. El viento sopla con más nobleza. Está cansado. Mi coche tiene debajo una gruesa alfombra de hojas, flores de buganvilia, papeles y trozos de cartón. Me subo, lo enciendo y voy en busca de la penumbra que me arrebataron.